027.- Mi primer Spielberg (Año 1978)
En los años setenta del siglo pasado hubo en nuestro país una auténtica fiebre por el fenómeno de los platillos volantes. La mayor parte de los periódicos incluían cada dos por tres alguna noticia sobre avistamientos de luces extrañas en las carreteras, que volvían locos los, escasos entonces, sistemas eléctricos de los automóviles, e incluso abducciones de personas que eran sometidas a algún tipo de examen médico por seres de muy variado aspecto (a veces altísimos, a veces enanos). Estas noticias eran animadas por algunos programas de televisión que se hicieron muy populares (¿recuerdan el Mas allá del doctor FERNANDO JIMÉNEZ DEL OSO?) en base al modo en que se narraban: una mezcla de misterio y argumentos aparentemente científicos, explotando una puesta en escena muy efectista, y tratándolos con una impostada seriedad. Desde aquellos años no se ha variado mucho la fórmula, porque claramente da resultado por muchas tonterías que nos cuelen (que nos las cuelan).
Era un caldo de cultivo excelente para el estreno de una actualización de las películas sobre platillos volantes y extraterrestres que se habían hecho en Hollywood en décadas anteriores, con unos efectos especiales muy pobres que las restaban credibilidad. Y ahí es donde aparece uno de los directores más “listos” (sobre todo para hacer dinero) que ha dado la industria cinematográfica, el señor STEVEN SPIELBERG.
Después de una campaña publicitaria milimétricamente pensada y ejecutada, en noviembre de 1977 se estrena en los Estados Unidos y Canadá, Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, EE. UU., 1977). A nuestro país, llega unos meses después, el viernes 17 de marzo de 1978. En Valladolid, la estrena, el sábado 18 de marzo, después de varias semanas de enormes anuncios en la prensa, el CINEMA COCA, y allí es donde la veo.
Recuerdo aquella película con sentimientos encontrados. En principio disfrutando de la primera mitad, con una ambientación y unas escenas magníficamente filmadas, donde la noche y todas las luces que aparecen resultan tremendamente sugestivas, pero lamentablemente, en la segunda mitad se me fue haciendo más pesada, y la parte final, con los intercambios musicales entre alienígenas y humanos me pareció tediosa, larguísima, inacabable. No es desde luego una de mis películas predilectas de SPIELBERG, aunque tampoco está entre las que más detesto (que tengo algunas de ese calibre).
Existe una amplia información sobre el rodaje, la inspiración, anécdotas, etc., de esta película. Me ha parecido llamativo que, según el propio realizador, la película se inspiró en parte en una experiencia de su infancia, cuando, sin previo aviso, sus padres llevaron a sus hijos a su automóvil una noche, condujeron a un área donde muchas otras personas estaban reunidas y disfrutaron de una espectacular lluvia de meteoritos. Seguramente no le pareció de suficiente interés aquel episodio, y tuvo que aderezarlo con bichitos y demás parafernalia seudo-científica. Siempre pensé que SPIELBERG, como dije antes, realizó esta película, al igual que E.T. El Extraterrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, EE. UU., 1982) (que vi en el CINE VISTARAMA en las Navidades de 1982) por puro interés comercial. Pero cuando “aluciné” viendo la lamentable conclusión de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Steven Spielberg, EE. UU., 2008) en esta ocasión en las desaparecidas salas de UGC CINE CITÉ en el Equinoccio Park de Zaratán, ahí ya sí que pensé que este hombre tiene un problema serio de seudo-creencias infantiloides no superadas.
La crítica del momento alabó la película sin reservas, destacando el interés del realizador por las amenazas que se ciernen sobre el tranquilo ciudadano de a pie (en El diablo sobre ruedas es un desconocido conductor de un camión, y en Tiburón, un enorme escualo blanco; ésta era su tercera película), con una técnica magistral y un extraordinario sentido del lenguaje cinematográfico. Si en la forma no desdeñaron elogios, no fueron en cambio tan generosos en cuanto al fondo de la película, tomada un poco a chufla (apreciación que seguro que SPIELBERG no comparte, dado su, bajo mi punto de vista, deseo de trascender), estando más cerca de algo ligero como La guerra de las galaxias, que de algo más serio y trascendente como 2001: una odisea en el espacio.
Con la perspectiva del tiempo, los análisis un poco más serios dan la razón a esta última apreciación. Como hizo BERLITZ con su libro, presentando las desapariciones de aviones en el triángulo de las Bermudas como le da la gana, SPIELBERG hace lo propio al inicio de la película con uno de los accidentes aéreos más recordados de la historia de la aviación norteamericana, la del Vuelo 19 en 1945, compuesto por cinco aviones TBM Avenger que participaban en unas maniobras de adiestramiento en orientación sin instrumental, y un hidroavión Martin Mariner que salió en su ayuda. Éste acabó estallando en el aire, y los otros, se supone que estrellándose en el mar cuando se les agotó el combustible, aunque no se encontró nunca rastro alguno de ellos. Pero SPIELBERG los coloca al principio de la película, en el desierto de Sonora (Méjico), en perfecto estado y sin rastro de su tripulación. Al final de la película explica qué había pasado: los amistosos extraterrestres los habían puesto allí, y sus tripulantes estaban divinamente con ellos componiendo melodías elementales de cinco notas con unos teclados de ordenador muy primitivos.
Por supuesto, no es de las películas que me dejaran un sabor de boca como para volver a revisarla. Y si lo hago algún día de éstos, probablemente descubriré lo mal que ha pasado el tiempo por ella.
(Publicado el 12 - 01 - 2022)
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